Aníbal Santiago
Es un ruego: esta mañana soleada camina lento entre los adoquines, atraviesa la vegetación cerrada y aproxímate a la esfera metálica de la aristocrática colonia San José Insurgentes. Observa. Reflejados en la bola, sobre la lisa superficie redonda, verás cielo, árboles, hebras de nubes, rascacielos, y pensarás: “esto que aquí ha aterrizado es una nave interplanetaria”.
Los humanos que entran al Parque de La Bola se preguntan por qué en un jardín de la Ciudad de México existe algo tan abstracto como este objeto geométrico que -explica la ciencia- es único porque los puntos del espacio que su superficie ocupa equidistan del centro.
Quizá no veas salir de la esfera a un alienígena de larguísimo cuello y enormes ojos, pero al menos atestiguarás su suave redondez sensual. Los antepasados que hace siete décadas pasaban por aquí también decían: ¿qué es esto? Quién sabe qué sea. Pero interesante que la bola que se encuentra dentro de este parque desde los años 50 y el Sputnik 1 -primer satélite artificial de la humanidad que en esa misma época la URSS lanzó al espacio- sean idénticos.
Cuando arribó a este jardín limpio, aromático, boscoso, la bola era blanca y de cemento. Tosca, la verdad, esa escultura a la que dentro de una fuente azul descascarada por el abandono mojaban todo el tiempo unos chorritos, igual que lo que le sucede a una piedra en una cascada. Para que el pueblo no convirtiera la fuente en el balneario de Tepetongo, fue protegida con una sólida valla que la aislaba de los humanos parranderos. Por orden de la delegación, el monolito sagrado, pieza de arte minimalista, sería intocable. La chamaquiza se sublevó: “Crecimos empujándonos a esta fuente y nunca se ahogó un niño”, aclara un antiguo visitante, Felipe Reissenweber.
A iniciativa de los vecinos, el año pasado la esfera de cemento fue removida, sustituida por otra metálica, la reja se eliminó y se creó una fuente abierta y democrática para que quien quiera se moje con disparos acuáticos que se hacen grandotes, se hacen chiquitos. ¿Por qué cada chorro sube y baja? “Estaba de mal humor, pobre chorrito tenía calor”, explicaría Cri-Cri, pero no es así: los chorros que dan de beber a las palomas están felices en este entorno tan in-ter-na-cio-nal como chilango. A la esfera la rodean aligustres de Japón, robles australianos, cipreses abundantes en Mauritania. Embajadores en México a los que colorea Irán porque en todos lados brotan unas pequeñas flores blancas y amarillas: lirios persas. Toquecito de Babilonia en este parque del sur capitalino al que alguna vez se incrustó un cartel que pocos pelan: “La base de la relación entre las personas y la naturaleza es la sensibilidad”. Pedazo de lección humana.
El día que sea siéntate en una de las siete antiguas bancas de piedra a observar la esfera y a calmar la tensión con los chorros que estallan y desaparecen. Si andas reflexivo, revisa la salud de tus cuatro esferas: física, emocional, mental y espiritual (ojalá anden vigorosas). Pero si tanta contemplación te causa bostezos y el mundo ni de lejos te agobia, de todos modos ve al Parque de la Bola. Besa a tu novia, juega ajedrez y ahora escucha: los domingos a las 11:30 am el tenor Roberto Navarro se instala en un rincón; l@s viejit@s caminan ansiosos (como seguidores del Flautista de Hamelin) e incluso avanzan en sillas de ruedas por las calles de Plateros, Damas, Mercaderes, para oírlo a tiempo. O puedes tejer. Sacando agujas y estambres crean ropita encantadora unas tejedoras. Y si te llama la adrenalina, vari@s boxeador@s tiran con sus Cleto Reyes sudorosos ganchos, volados y rectos a sus rivales invisibles.
Quizá esos rivales que atestiguan los rounds de sombra sean los ocupantes extraterrestres de la enigmática bola metálica. Fantástica, simple, magnética.