Helados Chiandoni: amor, nostalgia, delicia y lucha libre

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- Abdomen cincelado, muslos poderosos, pelo relamido y mirada al horizonte, como galán que vislumbra al futuro. El gladiador Pietro Chiandoni posa para que el fotógrafo lo eternice y para que días más tarde la hoja sepia de la revista de lucha libre cautive a las y los amantes de un deporte que enciende a las arenas con multitudes que gritan, aúllan, glorifican y también maldicen a rudos y técnicos.

Esa vieja página cuelga junto a los enchufes de la luz de Chiandoni, heladería de columnas con mosaicos que dibujan la Torre de Pisa, mesas con desgaste de siete décadas y las mismas sillas azules donde se sentó una joven Silvia Pinal en sus célebres días de Viridiana para deshacer en su paladar una bolita de pistacchio. Maravilloso sabor, extasiante viaje dulce.

La revista describía así al italiano que en los años 30 ayudó para que la lucha libre diera sus pasos iniciales y enamorara: “atleta agresivo y cruel, incapaz de sentir piedad por su rival”. ¿Su meta? “El exterminio”, escribió categórico el reportero.

¡Pero atención! Quizá el luchador que captó la cámara en aquel instante de hace 90 años no estaba pensando en exterminar a Firpo Segura, su salvaje enemigo de la Arena Modelo, sino estaba pensando en helado. ¿Helado? Como lo lees.

Un año antes de retirarse, con el cuerpo magullado por los castigos de terribles rivales, Pietro, hombre metódico, calculador, pensó que era momento de buscar otro modo de sobrevivir, ya no sufriendo martillos, puentes, tijeras y otras llaves, sino con una heladería que instaló frente a la iglesia de la Sagrada Familia de la colonia Roma. Sus primeras adeptas eran señoras católicas que después de orar “por mi culpa, por mi gran culpa” volvían a pecar con helado.

Pasó de luchador a maestro heladero por dos razones. Una, lo animó su tío, Emilio Chiandoni, que en la capital del país había saltado a la fama por la heladería La Bella Italia. Y dos, porque al comenzar el siglo XX Pietro había nacido en Udine, tierra de históricos helados italianos: Biscuit Tortoni, Arlequin, Spumoni. Si su ciudad natal lo había marcado por los horrores de la Primera Guerra y la secuela de miseria (por la que emigró a México con solo 14 años para trabajar de lavatrastes), su Udine también le heredó el helado.

Pietro atrajo el amor de las masas cuando su amigo luchador Jack O’Brien lo animó a luchar y el italiano de gran nariz encendió a las gradas de la arena de la calle Dr. Lavista. Murió hace cerca de 15 años y aún atrae amor: pocas heladerías los mexicanos adoran tanto como Chiandoni. Las razones deben ser varias: quizá en su barra nació en la época de los Teen Tops un amor que se flechó tomando un Tres Marías de rompope, piñón y avellana y que todavía, ya encanecidos ambos, se sientan ahí mismo, frente al inmenso espejo. Otra opción es que antes del partido de tu ídolo necaxista Horacio Casarín en el vecino estadio Ciudad de Los Deportes, tu papá te invitara uno de fresa y guanábana (tú eras rojiblanco hasta en eso). O porque en pleno 2024, si entras a esta heladería agobiado por los problemas de la vida, al menos durante tu estancia entre estos salones frescos esos problemas desaparecen (barata terapia psicoanalítica).

Pietro mudó en 1957 la heladería de la Roma a la colonia Nápoles y para facilitarse la vida se fue a vivir justo al piso de arriba, en Pensilvania 255, con su esposa Carmen Moreno. Nunca tuvieron hijos, pero a los 8 años de abierto el negocio, los tuvieron. Contrataron a una señora mexiquense, María, para las labores del hogar. Una sola condición laboral puso ella: que aceptaran a sus dos críos, uno de entonces 9 años y ahora de 67, el actual dueño, que se acerca mientras saco fotos. Jorge Hernández saluda con modales de otros tiempos.

-¿Quiere saber cosas de Pietro?

-Ajá.

-Pese a que mi hermano y yo solo éramos hijos de la señora de la limpieza, nos adoptó como hijos. La gente creía que era mi papá y nunca lo negué. A todas partes me llevaba, nos ayudó muchísimo y fuimos su familia.

-¿Y lo invitó al negocio?

-Sábados y domingos se llenaba y me pedía: “Baja para aprender”, y ayudaba a las meseras. Y a mis 17 años me dijo: “Te vas a la barra. Ahí empecé. Al fallecer heredó a mi mamá la casa y el negocio”.

Don Jorge no tiene problema en compartir su vida, pero hay temas delicados:

-¿Cómo hacen para lograr una cremosidad tan liviana?

Medita en silencio tres-cuatro segundos. ¿Acaso compartirá un secreto guardado 85 años? Jamás. O bueno, solo una cucharadita del secreto. “Uso dos cremas sin azúcar: una americana que da volumen y otra mexicana. Así se equilibra la consistencia de todo el helado que hacen aquí mis muchachos”.

¿Y ya? ¿No revelará nada más? El señor se apiada y me da otro dato histórico: “Pietro inventó el popular Souvenir Chiandoni”. Si en la carta lees sus ingredientes sabrás que era un postre riesgoso: pastel con base de pan envinado, helado de mamey, vainilla y cubierta de avellanas molidas. Fascinó.

Las meseras reparten a gran velocidad helados de dulzor moderado e increíble textura arcillosa. Visten de azul, como enfermeras, y eso no es casual. Al traerte ya sea una simple bolita de plátano o uno de los grandes postres helados con crema batida, mermelada, nueces y chocolate caliente, se hacen responsables de tu salud. Con helado, ellas curan tu cuerpo y tu alma.

 

 

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