San Francisco Bay Ferry, navío de los placeres

Aníbal Santiago

¿Con urgencia debes saber la hora para no perder tu buque que está por zarpar? Al pie de la estación de ferry de San Francisco alzas los ojos para enfocar en lo alto al viejo reloj de manecillas encajado en la altísima torre. Antes así se conocía el horario y eso lo vas a querer honrar (nada de revisar el celular). Y como el frío en esta bahía de Estados Unidos hace tiritar, dentro de la oscura terminal acuática compras Reese’s, unos cañitos de crema de maní cubiertos de chocolate con que combatían las heladas los pasajeros que hace un siglo aquí mismo viajaban.

Y ahora sí en la Gate E, al borde del agua, donde en instantes levará anclas tu embarcación, una fila de agotados trabajadores de mirada perdida obedece al hombre con cara de carcelero malo que exclama: ¡Tickets out and ready, tickets out and ready, tickets out and ready! (boletos fuera y listos). Como si los 100 viajeros de esta tarde fueran sordos, repite 23 veces lo mismo con su voz curtida en el Bayview-Hunters Point o algún otro barrio negro de esta ciudad costera.

El mismo grito se ha escuchado en los 133 años de vida de esta histórica estación destinada a transportar no turistas, sino mujeres y hombres que tras su faena laboral vuelven a sus casas, separadas de San Francisco por el agua salada. Se trasladan a poblaciones sin glamour y machacadas por la pobreza: Alameda, Oakland, Harbor Bay, Vallejo y una más, Richmond, a la que con dos acompañantes nos dirigimos sin tener idea qué hay ahí, sino solo por el gusto de viajar en barco a través de la impresionante bahía.

Los viajeros entregan al empleado gritón su boleto barato –cuatro dólares o algo más- y abordan Lyra, una gran embarcación blanca. Muy pocos optan por entrar al salón interior -con cientos de butacas acolchadas- que frena al viento impetuoso del Océano Pacífico y silencia a los motores Hamilton. Suena la bocina y empujan al mastodonte náutico hasta hacerlo avanzar a 34 nudos, unos 70 kms por hora. ¿Poca velocidad? En el momento en que la turbina haga vibrar tu esqueleto, una deliciosa adrenalina marina fluirá en los montones de pasajeros que, como tú, viajan sobre la popa. No importa que el viaje sea cosa de todos los días, acomodados en el exterior ellos persiguen la ventolera marina. Ahora observas la espumosa marea que crea la máquina indomable y te sientes -más que un maravillado turista mexicano- Ismael en busca de Moby Dick.

El navío avanza y de nuestra vista se va alejando el muelle. Ahí, varios chinos agitan sus cañas de pescar para que salmones reales muerdan el anzuelo. Con pantalones arremangados, los ancianos pescadores festejan cada captura con gritos y saltos encendidos (uno diría que pescaron no un animalito para el almuerzo, sino un despiadado tiburón asesino).

Al californiano cielo azul lo acuchillan los rascacielos de espejos, azules, grises y verdes, radiantes como prismas basálticos.

Si elevas la mirada a un lado, te mareas con el colosal Bay Bridge, el puente de acero que arriba de tu cabeza cruza el mar: 15 carriles, 160 metros de altura, 87 años de existencia, 7.2 kms de largo, 260 mil autos que al día lo transitan. Aturden semejantes números.

Y entonces, el paisaje natural. Oh, hermosura. Si navegas al atardecer verás al poniente el sol ocultándose tras las montañas. Sobre el agua plateada planean cormoranes. Divino.

Sin embargo, acá lo más asombroso es obra humana. Pasarás junto a antiguos astilleros. Uno de ellos repara el buque-faro Relief (alivio, en inglés), una rareza para el 2024 pero muy útil hace 70 años: rojo y oxidado, esta antigüedad controlaba con radares y radios el tráfico marítimo, al que también auxiliaba con un gran faro que era, como su nombre lo dice, un relief, un alivio para capitanes desesperados y perdidos en el abismo marino.

Nos acercamos a las islas Tesoro y Yerba Buena, dos montículos de tierra habitados por ermitaños, mientras el buque acelera sobrevolado por gaviotas. Los pasajeros se aferran al barandal frente al océano y husmeando el horizonte se despeinan con placer silencioso. El viento en contra envuelve sus caras, son gatos acalorados que se refrescan felices.

Y entonces, a las pupilas de todos las envuelven grúas monumentales que levantan barcos, modifican atracaderos, trasladan cubiertas y, sobre todo, apilan contenedores. De todos colores, a miles de esos embalajes metálicos con destino a Japón y otros territorios los rodean marineros, capitanes y estibadores, apenas unas hormiguitas en estas plataformas creadas para gigantes.

Pasamos por la entrada del viejo Port of Oakland, anunciado con un cartel viejo de letras amarillas, mismo color de su legendario equipo de béisbol en eterna desgracia, los Athletic’s.

Nuestro gran buque para 445 pasajeros, Lyra, en su travesía de media hora comparte el oleaje con cargueros, yates, veleritos, y también con el John Glenn, un imponente barco expedicionario. De las otras embarcaciones nos voltean a ver tipos sonrientes, deseosos de simples saludos humanos que aligeren el estrés de su realidad de combustible, maquinaria, músculos, sudor con aceite y claro, agua que lo inunda todo.

Al fin, llegamos a nuestro destino, Richmond. Desembarcamos y todos los pasajeros se dirigen apurados a sus casas rogando descansar. Con mi hija y mi tía nos descubrimos cercados por desoladas plantas industriales que tiran humo a la atmósfera. Caminamos en una avenida desierta. No hay gente, nadie. Todo lo que hallamos son dos elegantes cisnes que reposan en un camellón.

No sabemos qué hacer. De pronto, vemos a una señora.

-Disculpe, ¿qué podemos hacer aquí en Richmond?

-¿En Richmond? Nada-, dice riendo extrañada.

-¿Nada?

-No, bueno, creo que si caminan derecho cuatro o cinco cuadras encontrarán una tiendita. Pueden comprar un café.

No estaría mal ese increíble plan turístico de conocer una tiendita, pero como cae la noche optamos por volver a la estación de Richmond para esperar el buque de regreso.  En nuestra caminata encontramos un monumento de metálicas espigas gigantes (ver foto). Me quedo atónito por su extravagante belleza, le saco una foto y prometo a mis acompañantes que en mi crónica hablaré de esas hermosas espigas.

Abordamos el barco para el retorno. No hay nadie, salvo nosotros, en este transporte que cruza el mar en absoluta oscuridad. Enfrente están las miles y miles de lucecitas coloridas de San Francisco que pronto nos recibirán. Son un espectáculo inconmensurable, del tamaño de una metrópolis de 9 millones de habitantes.

Aunque las ráfagas de viento nos congelan los huesos, vemos todo eso y sonreímos.

 

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