Casa Octavio Paz: remanso de monjas y galletitas

*Dieciocho hermanas viven en lo que hace un siglo fue casa de Octavio y familia pero que hoy es el Convento Santa Catalina de Siena. Te invitamos a conocer el lugar

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- El presidente Álvaro Obregón lo tenía en la mira y no habría escapatoria: lo esperaban las balas. Por eso, el abogado zapatista Octavio Paz Solórzano huyó a Estados Unidos y encargó su hijo -también llamado Octavio- a su esposa Josefina, y a su padre, Irineo Paz, a cuya casa de Mixcoac ambos se mudaron.

Al pequeño Octavio, futuro poeta y huérfano de padre por la amarga política, lo crio su abuelo viudo, escritor de novelas de aventuras, octogenario adorable y genial del que el Premio Nobel escribió: un minuto antes de comer, “tomaba un viejo cuerno de caza colgado de una pared, y haciéndolo sonar con grande estrepito, daba vueltas y vueltas por el jardín y alrededor de la casa. Yo lo seguía, tocado de un gorro de papel periódico que él mismo había confeccionado. Creía que la risa es la mejor cura de los desvaríos humanos”.

Y en las tardes, seguido de Octavio, el abuelo se sentaba “en el balcón, donde leía o veía pasar las horas para oír sus cuentos e historias. Mi compañía lo divertía y la suya me asombraba”.

109 años después de aquellas tardes de lecturas entre nieto y abuelo, paso por ese mismo balcón con malvones rosas que mira a la Plaza Valentín Gómez Farías. Leo un cartelito escrito delicadamente que dice: “Se vende: galletitas, exquisito pan tradicional, rompope, chilitos en vinagre, tamales sobre pedido. Toque usted”. No me resisto, voy al portón de la antigua casona color crema marcada con el número 8 y toco. Al balcón sale una monja sonriente con mandil.

-Buenas tardes. ¿Dígame?

-Buenas tardes, quiero comprar galletitas.

-¡Cómo no!, dice entusiasta.

Baja tan pero tan rápido que al ver su alegre cara redonda imagino que es una monja con súper poderes gimnásticos. “Sor Juana, para servirle”, se presenta. “Vaya nombre”, respondo, y en las escaleras me voltea a ver: “así es, jajaja”, se carcajea esta mujer, una de las 18 hermanas que viven en lo que hace un siglo fue casa de Octavio y familia pero que hoy es el Convento Santa Catalina de Siena.

Sin conocerme, confiada como si estuviéramos en Finlandia y no en México, me dice “pásele”, y cuando caminamos entre la luz ámbar que nos regalan las lámparas doradas le pregunto: ¿Así que aquí vivió Octavio Paz? “Uhhh, hace muchísimo, con su abuelo Irineo”, dice, y sin dar importancia al asunto me lleva a una sala con decenas de sillas vacías forradas de terciopelo guinda. Nos vigilan estatuillas de santos, y mi pobre conocimiento católico me susurra que aquel es Santo Domingo (todo afeitado salvo un aro inferior que rodea su cabeza). “Aquí es el área de clausura y estudio donde nos formamos”, explica Son Juana, y apenado porque siento que debo haberla interrumpido en su oración de El Ángelus y es necesario acelerar la despedida me acerco a una mesita donde posan botellas de rompope y charolas con galletas. Tomo una, veo que sale 40 pesos y abro mi cartera. Sor Juana me mira extrañada: “Nooo, espérese. Al ratito me paga. Venga”. Casi me lleva de la mano a un salón con nada, helado de vacío: puras paredes pelonas y una mesa con cuatro sillas. “Aquí hacemos nuestros convivios”, informa, intento imaginar cómo será un reventón de monjas y ahora me conduce a la nave de un templo con las bancas tradicionales de iglesia: “Al fondo están los sitiales del coro que se fabricaron cuando yo llegué aquí, en 1977”. La vista de lejos me falla y no tengo idea qué es un sitial pero como me apena confesar mi ignorancia ya en casa le preguntaré al tío Google: “Sitial. Asiento de ceremonia que usan en actos solemnes personas constituidas en dignidad”.

Y entonces vuelvo con lo de Octavio Paz: “pues mire -responde paciente sor Juana-, después que vivió él aquí esta casa fue jardín de niños y Primaria, o eso me contó la señora de la tienda El Nuevo Surtidor. Pero cuando yo llegué ya fue Convento. Fue una época muy bonita, en ese tiempo éramos 83 hermanas y la pasábamos muy bien”.

-¡Ah, o sea que usted fue fundadora de la orden!

Sor Juana se vuelve a carcajear.

-¡Nooo, ¿cómo cree?! La Orden Dominicana se fundó hace 800 años, ¡en 1216!

Creo que he reprobado el examen de conocimientos católicos y nunca podré ser cura. Ahora sí, le pago a sor Juana los 40 pesos, agarro las galletas y me dice: “venga el viernes, hacemos un pan tan delicioso…”. Así que ya saben.

Ahora sí, Son Juana enfila a la salida, pero soy yo quien la frena.

-Déjeme sacarle una fotito en la sala de estudios.

-Nooo, ¿cómo cree?-, me dice riendo.

-Ándele.

-¿Por?

-Es que está todo tan bonito aquí.

Sor Juana guarda silencio.

-¿O no?-, le pregunto.

-Uhmmm-, dice dudando.

-No la oigo muy convencida.

-Pagamos 360 mil pesos de renta al año, es una barbaridad.

-¿Y cómo le hacen?

-Nos la pasamos trabajando: galletitas, rompope, pan, tamales.

Se pone derechita, ríe con ganas, se baja el cubrebocas y yo tomo la foto.

Camino a la entrada, pasamos por una montaña de cajas encimadas: “Son medicinas que nos regalaron. No sabemos ni qué son, estamos pensando llevarlas a un dispensario”, me cuenta y yo me flagelo como un fraile con un látigo en la espalda dentro de un monasterio: “tampoco sé qué es un dispensario”, reflexiono.

Cuando vuelvo a mi casa releo a Octavio Paz contando vivencias de su hogar de infancia. Una noche de 1924, don Irineo llegó a casa arrastrando su bastón tras un día de paseo. Su nieto de 10 años lo vio. “Me siento mal”, le dijo. Su hija, Amalia, le deshizo el nudo de la corbata y la mamá de Octavio, Josefina, se dispuso a llamar a un médico para que atendiera a su suegro, pero en cuanto iba a girar el disco de marcación esto pasó con el abuelo, según palabras del poeta: “masculló algo ininteligible, movió la cabeza como para decirle adiós al mundo y murió. Fue el primer hombre que vi morir”.

La escena me parece tristísima, y yo me alivió un poco con una de las galletitas de sor Juana, en forma de arbolito y con un fantástico sabor a mantequilla. Me quedo pensando: don Irineo, tan bueno él, seguro se fue al cielo.

Convento Santa Catalina de Siena. Cerrada Augusto Rodin 8, Mixcoac. Tel. 55631253.

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