Panteón San Rafael: para muertos contentos

*El camposanto de la Ciudad de México existe desde que nos gobernaba Guadalupe Victoria y sumábamos solo cuatro años de haber dejado de ser Nueva España; Rubén Ramírez, administrador del panteón, abre una gruesísima y antigua carpeta polvosa con hojas como papiros, quebradizas, amarillentas…

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- El Panteón San Rafael es tan pero tan viejo y los cuerpos que oculta han sido tan olvidados al paso de 200 años que se sienten como cinco siglos, que los habitantes de la colonia La Otra Banda ya no quieren que sea un simple terreno para enterrar muertos.

Por eso, no pretendas al cruzar su portón negro que solo te invada la congoja al imaginar las miles y miles de vidas extinguidas que aquí se lloraron.

Lo primero que verás es un peñasco que riega y protege el personal de intendencia: hay nochebuenas radiantes, cactus poderosos, fresnos nacientes que un día serán gigantes. Y arriba del hábitat frecuentado por moscos y mariposas un cuadro de la Virgen Morena para que a nadie se le ocurra mancillar el bosquecito primoroso.

No sería raro ese micro paraíso si no se hubiera construido sobre una tumba, la de José Yáñez, señor que dos metros bajo tierra cumplirá el 19 de marzo 101 años. Desde el cielo o el infierno el difunto apodado “El Bigotón” (informa su lápida) debe estar moviendo su mostacho al cantar: Y los muertos aquí lo pasamos muy bien / entre flores de colores.

Y claro que está feliz, si además de todo le colocaron en su losa fúnebre un cilindro con una sensual flor negra que se mueve ondulante a través de un aceite donde flotan brillitos de glitter.

Y ahora gira por el sendero a la izquierda y da unos pasos. Ahí está desde el 31 de octubre de 1938 la tumba de Luis S. Carmona. Muy triste tumba, la verdad: gris, desgastada, áspera, con horrible una cruz de cemento. O sea, una tumba inhóspita para cualquier muerto. Para que no sufra más, a su sepulcro lo llenaron de vida. Los empleados del panteón lo usan como almacén de sus materiales: cubetas, escobas, cepillos, botes de Clarasol, y arriba de Luis, para que no se sienta ofendido por ser bodega, cuelgan de un techo de lámina un Santaclós de peluche con larguísimas barbas mugrosas, un perro de goma con cara de miedo que se muerde nervioso sus garras y una lámpara de papel con forma de sonriente calabaza de Halloween.

Aunque se cuelan al cementerio los ruidos motorizados del cruce de Eje 10 y Avenida Revolución, percibes el canto de los gorriones chilangos que vuelan entre aguaís y otros árboles altísimos que han crecido en este solar triangular del sur de la Ciudad de México desde 1825, cuando fue fundado. Lees bien: el Panteón San Rafael existe desde que nos gobernaba Guadalupe Victoria y sumábamos solo cuatro años de haber dejado de ser Nueva España. Aunque ya muchísimo antes fue un lugar para acumular cuerpos: en junio de 2018 una empresa excavaba para construir los cimientos de un nuevo edificio en el mismo Callejón La Otra Banda por donde se entra al cementerio. Las retroexcavadoras descubrieron huesos. El INAH llegó y los antropólogos hallaron 26 fosas con restos humanos de hasta 2 mil 500 años de antigüedad. O sea, mujeres y hombres que vivieron dos milenios antes de la llegada de Hernán Cortés. Entre las osamentas había figurillas zoomorfas y platos, y todo indica que el lugar también fue una entusiasta aldea.

Pero volvamos al cementerio, última morada incluso de gente que quiso sufrir mientras su corazón latía. Ahí yace Izauro Sánchez, cuya negra cruz de lámina pintada a mano fue envuelta en un trapo con otra cruz, la del escudo del Cruz Azul, equipo de sus amores que tantas consternaciones en vida le dio. Deseamos que en la eternidad, Izauro, nacido el 17 de junio de 1920, al fin haya encontrado la paz que el futbol no le dio.

Las sepultureras Agustina y Alma limpian unos ramos de agapando que van a colocar sobre unas lápidas y me señalan un construcción mortuoria que es casi un departamento. “Ahí se grabó El Santo Vs Las Mujeres Vampiro. Es en serio”, jura Alma, para sacarme la cara de sorpresa. El mausoleo de ladrillos está destrozado, se le cae el yeso a pedazos por la humedad negruzca, y ya le nacieron helechos en las paredes con ribetes azules propios del castillo de Drácula. La puerta de herrería blanca está embellecida con un envase de Caribe Cooler de durazno lleno de agua rancia donde flotan los tallos de dos cempasúchil que parecen momias, más viejos que aquella película mexicana de 1962. A la construcción la asegura una gruesa cadena y un candadote como si aquí se guardara un tesoro. Desde la reja me asomo. Quisiera en la oscuridad divisar a El Santo rogándome que lo defienda de las voluptuosas pero malditas mujeres que chupan sangre, y luego salvar al luchador, pero todo lo que observo al interior es un santo descabezado (católico; no enmascarado) y muchos escombros.

Aturdido, sigo la pista de un sonido de maquinaria que he percibido desde que di mi primer paso en este panteón con una sobrepoblación de tumbas que complica dar tres pasos sin tropezar. Camino 30 metros y frente a mí, con una sierra eléctrica, observo a un señor, entre cruces de todos los tamaños que trabaja en su taller instalado en un lugar insólito: en medio del panteón. Ahí está cortando, lijando, labrando en una mesa los nombres de los finados mientras en su grabadora suena una bachata herida que dice: Pero al final de cada encuentro siempre llega el momento / Tienes que irte con él.

“Le hago su lápida de granito”, me ofrece el marmolista Rafael Pérez, le digo “¿Mi lápida? Aún no es momento, muchas gracias” y con un escalofrío me voy y recorro el límite del panteón hasta detenerme otra vez.

Sobre un mármol, la siguiente inscripción: “Niña Palmira Cárdenas Solórzano 19 – 6 – 1933. Sus padres, Gral. de Div. Lázaro Cárdenas y Amalia S de Cárdenas”. Amalia y “El Tata” perdieron una hija el mismo día de su nacimiento, y fueron padres de Cuauhtémoc solo 11 meses después de aquella tragedia. Es decir, el ingeniero que marcó a la izquierda mexicana fue procreado como una venganza inmediata por el funesto destino.

Y sigo haciendo cuentas: sólo un año y medio después de la muerte de Palmira, aún con ese dolor terrible, Lázaro se convirtió en presidente.

A punto de irme, Rubén Ramírez, administrador del panteón, me intercepta para preguntarme muy serio qué estoy buscando. “Historias para una crónica”, le digo. “Venga por acá”, dice y me lleva a un rincón de su antigua oficina. Abre una gruesísima y antigua carpeta polvosa con hojas como papiros, quebradizas, amarillentas. Las pasa con sumo cuidado para que no se deshagan entre sus dedos. “Es el Libro de Muertos -explica-, aquí están registrados todos los finados de este panteón. Mire”. Alcanzo a leer, en una lista entre cientos de nombres, uno al azar: “Señora María Arriaga Loera. 4 diciembre de 1892”. Rubén cierra el libro de inmediato, como si fuera La Biblia de Gutenberg y no me pudiera compartir ningún otro secreto.

“Y ahora venga”, me pide. Caminamos como podemos en los senderos de tumbas y llegamos a un mausoleo de ladrillo que se desmorona. En uno de sus muros se apoyan carretillas, maderos, escaleras, láminas. Escudriño hacia adentro y veo en la penumbra que el monumento que me muestra orgulloso se usa como otra bodega. Repleta de bártulos y porquerías. “Lo dejo”, me dice despidiéndose, en actitud de “disfrute nuestra reliquia en soledad”. Volteo hacia atrás y noto que en el piso exterior de la estructura fúnebre varios tabiques sostienen un comal con restos de tortillas, carne, aceite. Alrededor, cascos de cerveza Corona. Vestigios todos de una gran pachanga.

Mi cabeza vuelve a oír a los muertos cantando a Mecano: Y los viernes y tal si en la fosa no hay plan / nos vestimos y salimos, para dar una vuelta-a-a-a.

 

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