José García Ocejo, el amante del lienzo

El pintor cordobés repasa su vida y obra, esa que sigue creando  en su estudio de la Ciudad de México


Edgar Ávila Pérez*

Con 90 años encima, el artista plástico José García Ocejo se resiste a dejar su humor ácido… negro. Su calva sobresale en su rostro arrugado; sus lentes gruesos dejan ver unos ojos vivaces y con mil aventuras encima.

– Maestro, ¿qué le falta por hacer?

– Morirme… –dice en un tono seco que deja sin habla a quienes lo escuchan. Y entonces una sonora carcajada sale de sus entrañas. La vejez –afirma– es más fea que la muerte. La muerte –describe– es un descanso y la vejez no es descanso… ¡¡¡es horrenda!!!

Desde su residencia en la Ciudad de México, el pintor –considerado como uno de los grandes artistas veracruzanos– pasa sus días en el lienzo, una afición que descubrió a  los 4 años de edad y que a la postre se convirtió en parte de su ser.

“Hago muchas cosas, muy interesantes y muy bonitas, pequeñas pero bonitas”, agrega quien forma parte de un periodo de la historia del arte llamado “Generación de la Ruptura”, que incluyó tendencias de Gilberto Aceves Navarro, José Luis Cuevas, Sebastián, Manuel Felguérez, Gustavo Arias Murueta, Roger von Gunten, Luis López Loza, Vicente Rojo y Francisco Toledo.

El creador –un hombre nacido en Córdoba, Veracruz, quien fue un nómada y cuya obra luminosa y radiante es universal– mantiene su alegría por la vida que le llevó a obtener en 1953 una beca para estudiar en Madrid, España, y luego se trasladó a Salzburgo, Austria, para continuar sus estudios con Oskar Kokoschka (el pintor y poeta de origen austriaco).

Ama la música, incluso más que la pintura, pero sólo como una forma para relajarse.

La canción popular mexicana antigua, como de Lucha Reyes, le apasiona y no duda ni un momento en echarse un “palomazo” –con su voz aguardientosa– con “Mujer Ladina”.

Por una mujer ladina

Perdí la tranquilidad,

Ella me clavó una espina

Que no la puedo arrancar.

Sus obras han sido presentadas en más de 50 muestras personales y colectivas en México y en el extranjero, como España, Japón, Estados Unidos, Turquía, Egipto, Italia, Israel, Yugoslavia, Checoslovaquia, Francia, Canadá, Polonia y Alemania.

Los grabados, dibujos y óleos con interpretaciones libres de personajes como de una obra dancística, una novela o de un personaje histórico, le valieron ser galardonado con el premio “Elías Sourasky”; de la Exposición Solar (1668); “Premio Nacional de Arte” (1978); “Premio Nacional del Universitario Distinguido de la UNAM” (1982) y la “Medalla de las Artes” (2006).

A la distancia considera como sus maestros a José Luis Cuevas, quien era uno de sus modelos a seguir y acabaron convirtiéndose en amigos muy íntimos; y al muralista Diego Rivera, pero franco como siempre, dice que era una persona “muy grosera”, aunque eso sí, “un genio”.

“Escuchaba sus consejos y sus cosas; aunque era muy grosero Diego, pero era el genio. No me gustaba su pintura porque no la entendía, la entiendo ahora”, añade con otra sonrisa de por medio el artista que de una u otra forma rompió con los “padres muralistas”.

Atendió a los grandes, pero transitó su propio camino para –parafraseando a Guillermo Tovar de Teresa– lograr que su arte ocupara de manera indiscutible un importante lugar en el arte mexicano de la segunda mitad del siglo XX.

“Siempre, siempre luché para ser un pintor famoso y diferente. Hacía y quería hacer cosas originales.”

Foto: Especial

El negrito bailarín

A los cuatro años, según su memoria intacta, la pasión por la pintura se reflejaba en unos dibujos de bailarinas que repetía una y mil veces frente a una camisa de su padre, Don Víctor García Martínez, al que siempre le reprochó su falta de visión por apoyarlo en su naturaleza artística.

“Tenía 4 años. Recuerdo mis primeros dibujos. Mis recuerdos son con la pintura siempre. La vida misma fue una pintura para mí. Es una cosa innata”, rememora.

Sus recuerdos de la niñez son bastante amargos y angustiosos, porque sus tendencias eran bien claras de manifestarse con la pintura en un entorno poco favorable para ello. “Yo dibujaba las 24 horas del día”, expresa.

En realidad tuvo una infancia de pescaditos de colores. Aunque reniega una y otra vez de su padre, siempre evoca la camisa de pescaditos que veía constantemente cuando era cargado en sus brazos.

Se inmortaliza a sí mismo vestido con una camisa blanca y un pantalón de terciopelo negro de cuello Mao, con botones de concha nácar de cinco centímetros, confeccionados por su madre, Doña Otilia Ocejo Ramírez, quien tenía una habilidad especial para la moda: sabía bordar y seguía los modelos de España.

– ¿Qué le gustaba jugar a usted cuando era niño?

– La pintura, eso recuerdo. En una camisa de mi padre que tenía pescaditos, tenía yo 4 años.

– ¿Qué pinturas hacía cuando era niño?

– Hacía unos dibujos como de unas bailarinas y las repetía yo mil veces, eso fue como a los 4 años. Pero ya a los 8 hice un negrito con bastón y con bombín, el Negrito Bailarín, fue un dibujo pero muy bien hecho.

Si bien nació en Córdoba, una región montañosa central del estado de Veracruz, su infancia y parte de la adolescencia la vivió en Saltillo, una ciudad que le llena el alma cada vez que la rememora con sus andanzas.

“Mi infancia la recuerdo en Saltillo, porque ahí fue en donde viví de los 7 a los 18 años. Y tengo muy encariñado el recuerdo de Saltillo por los amigos y porque empecé a descubrirme como artista.”

Sus evocaciones de Saltillo son amorosas, tenía amigos y amigas adorados. Ahí pasó su adolescencia entre bailes y con su primera novia: la güera Arellano.

Fue ahí donde encontró a la verdadera precursora del arte que le caracterizaba: una típica maestra de provincia que con su sensibilidad y belleza descubrió sus facultades para el arte.

Se llamaba Raquelito. José García Ocejo siempre le enseñaba sus dibujos y ella le alentaba a seguir, en medio de clases de piano que disfrutaba mucho, porque la música es como su segundo remanso.

Su progenitor se oponía, pero en el fondo se enorgullecía porque veía que su hijo hacía cosas especiales y bien hechas. Incluso a los 13 ó 15 años, José empezó hacer retratos de clientes de la tienda de venta de ropa para obreros que tenía su papá.

Don Víctor vendía ropa para obreros y los clientes le encargaban un retrato de la hija, de la sobrina, de quien fuera.

“Una cosa agradable era tener dinero”, resume aquel que recibía 500 pesos promedio, una cantidad que ningún joven de la época podría tener en sus manos de manera tan fácil.

“Yo tenía más dinero que los chavos de mi época. Dentro de la escuela mis compañeros dibujaban en los talleres y yo hacía retratos, ganaba más. Y mis compañeros me admiraban mucho y me alentaban. Todo el mundo me alentaba menos mi padre.”

Los billetes los gastaba en el baile y fiestas, cosa que disfrutaba al lado de sus incontables amigos, pues tuvo una juventud muy divertida, de muchos amigos, fiesta y baile; pero también de incansable creatividad en la escuela.

“Me la pasaba dibujando en vez de aprender las matemáticas y esas cosas. Las Matemáticas no se me dieron para nada. Pero yo pensaba y le decía a mi padre que era negligencia de mi parte, si yo ponía más atención podría más adelante sacar la carrera de arquitectura, pero al paso del tiempo me di cuenta que yo era puro pintar.”

Foto: Especial

El retratista famoso

Los maestros le alentaban, le admiraban porque dibujaba mejor que ellos, pero “la incultura” –repite constantemente esa palabra– de su padre, lo llevó a estudiar arquitectura en el Distrito Federal.

“Me vine a estudiar arquitectura por una necedad e incultura de mi padre que creía que la arquitectura y cultura eran lo mismo y no son lo mismo en absoluto.”

En las aulas de la Escuela de Arquitectura de San Carlos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ratificó lo que en el fondo sabía: nunca tuvo facultades para la arquitectura ni para las matemáticas, pero con el tiempo agradeció a su padre haberlo obligado a irse a la gran urbe.

“Me fue muy bien. Llegué a vivir a la casa de mis tías que yo quería mucho porque eran muy guapas y muy elegantes. Éramos de una familia rica de Córdoba, de Los Ocejo y mis tías también me alentaban con la pintura. Mis tías eran muy bonitas, muy bellas. Ellas eran hermanas menores de mi madre y con ellas viví y conviví mucho.

Odiaba los pueblos pequeños, le gustaban las grandes ciudades como México, aunque tenía un millón de habitantes.

– ¿Qué le dio la Ciudad de México a usted y su pintura?

– Muchos triunfos, desde el principio ya ganaba dinerito y después me di cuenta que tenía yo carrera, no dinero. Y la tuve con premios de Bellas Artes, muchas publicaciones en muchos libros y después hice exposiciones fuera de México, en casi todo el mundo y, siempre me fue bastante bien.

Llegó un momento en sus clases de arquitectura, en la Academia de San Carlos que ganaba cantidades importantes con la pintura como retratista y lo hacía de una manera innata y natural. “Y me hago un retratista famoso, conocido.”

– ¿Su padre al final le reconoció su gran trabajo?

– Sí, claro, y se sentía muy orgulloso. Sí reconoció, sí reconoció.

– ¿Y usted lo perdonó por no haberlo apoyado tanto?

– Me hizo mucho daño, me hizo mucho daño…

Todos los premios que ha recibido lo llenan de una gran satisfacción, como el “Elías Sourasky” de la Exposición Solar y el “Premio Nacional del Universitario Distinguido de la UNAM”, pero el reconocimiento que lleva en el alma es aquel del “Instituto Veracruzano de la Cultura” (IVEC).

El Museo de Arte del Estado, ubicado en Orizaba, abrió la Sala permanente “José García Ocejo”, en su honor y es ahí donde –dice– está resumida su obra, “todo lo mío”.

La frustración del éxito

Era y es muy metódico. Se levantaba tarde, desayunaba, bajaba a su estudio, comía, se tomaba una siesta, de vuelta a su área creativa… recibía amigos, llamaba por teléfono y… se concentraba en pintar.

Momentos muy de él, siempre solo, rodeado de libros, fotos y en un entorno que le inspiraba mucho. Formaba parte de una generación que era la respuesta al rechazo a la escuela mexicana del muralismo de Siqueiros, Orozco y Rivera.

Y entonces decidió acoger el romanticismo como un modo de ver la vida. Se enamoró del arte romántico en un México donde reinaba un ambiente que cerraba las puertas a ese movimiento espiritual y cultural del siglo pasado. Era la barrera del nopal que definió Cuevas.

“Odio el folclor, me chocan las jícaras michoacanas”, expresa.

Es en esa época que nacen sus hijos. José Antonio, Mercedes, María José, Álvaro y Andrés. No era regañón ni dulce, simplemente no intervenía en su educación, eso lo dejaba a su madre.

Su mal genio, sus y lo gritón eran su característica principal, pero siempre que salian de viaje los consentía a morir, era cariñoso, les explicaba las cosas, y siempre era muy atento.

“Los cinco son brillantes. Los cinco han hecho fortuna de dinero; otros, carrera y gracias a ellos vivo, me cuidan, sobre todo el más pequeño vive dedicado a mí. Mis hijos son una gran cosa, muy buena onda, buenas gentes, y todos son, repito, exitosos en sus negocios y en sus cosas, sobre todo el mayor es un empresario muy fuerte e importante”, dice.

¿Fue buen padre para ellos?

– No, yo no fui un buen padre, para nada. Para mí, mis hijos eran secundarios, siempre, lo primario fue la pintura. La pintura y mi vida de pintor. No fui buen padre, para nada.

¿Se arrepiente?

– No pudo ser de otra forma, mi vocación pictórica es demasiado fuerte. Y una cosa superior a mí.

¿Sus hijos lo entendieron?

– Claro, a mis hijos les gusta mucho mi pintura.

Fue la época en que viajaba continuamente a Europa, donde su arte de retratista era reconocido, pero en lo personal sentía una frustración más rotunda. Mientras más éxito social de retratista sentía, más frustración como pintor.

“No hay nada más horrendo que un pintor retratista y un retratista de sociedad, aunque yo era muy bueno.”

Sus obras son descritas como sensuales, eróticas, amorosas, lúdicas y vigorosas, lo cierto es que la sexualidad define su arte y su vida. Los cuerpos desnudos, voluptuosos y estilizados son lo cotidiano en sus creaciones.

El maestro José García Ocejo siempre ha considerado al sexo como lo único que tienen “los pobres gusanos terráqueos” y quizá, el verdadero motivo del arte. Por eso, las mujeres fueron parte de su vida.

A los 18 años tuvo a su primera amante en forma, una mujer cuyo nombre jamás olvida: Socorro Berlanga. “Me quiso de verdad y yo nunca la quise”, suelta, mordaz.

“Era yo con inclinaciones de libertad sexual”, afirma. Gozó de los cuerpos femeninos sin remordimientos, porque siempre creyó que el placer y la vida no los conoce uno más que a través del cuerpo.

¿Su peor travesura?

– Pues, quizá algo relacionado con el sexo. Quizás… era yo muy inquieto sexualmente…

Siempre presumió que jamás se le apareció el Espíritu Santo, sino la belleza física, como la de Otilia Ocejo Ramírez, la mujer que llegó a su vida y le arrancó el corazón.

“Yo a la única mujer que quise es a mi esposa. Las demás mujeres no me interesan, ni me interesaban, tampoco.”

– Su mejor experiencia en la vida, ¿cuál es?

– Mi matrimonio, me casé con una mujer extraordinaria. Y ya murió. Una mujer muy bella, muy elegante, española, fue la que más me ayudó en mi carrera, más que amor fue una convicción inmensa, enorme, fue lo mejor que me paso en la vida. Llegó en un momento en el que estaba yo muy solo y desamparado. Y ella me dio posición social, dinero, todo. Muy bella, muy guapa.

Su estudio aun sigue vivo. Los botes de pintura, los pinceles colocados en recipientes de acuerdo a su tamaño y los cuerpos de hombres y mujeres en colores que se funden en uno solo para generar sensaciones, respiran cada vez que el maestro José García Ocejo ingresa para seguir creando.

Los caballetes y lienzos reciben a su amante de 90 años, ese genio de la pintura que se resiste al tiempo.

 

*Es colaborador de la agencia de noticias española EFE y corresponsal regional del diario El Universal- México

 

Compartir: